sábado, 2 de febrero de 2008

Increíble despertar.

Me levanté de un salto, poniendo la adrenalina a flor de piel, haciéndola trabajar desde las horas más tempranas, más dormidas. Bailé un vals por el pasillo, al ritmo de la música de mis pulsaciones. Pasos cortos. Giros rápidos. Alcancé la puerta del baño y me anclé delante del espejo. Jugué a hacerle muecas simpáticas, a retorcer mis facciones y exagerar mis gestos, pero el orgulloso de mi reflejo nunca se rindió y me retaba para jamás dejar de imitarme. Me salpiqué la cara. Las gotas también bajaban bailando. Bailando y esquivando todos los obstáculos de mi anatomía dormida. Después arranqué a jirones el pijama y esa sensación de frío matutino recorrió todos los puntos cardinales de mi espalda, se enredó en el pelo sin peinar, me arrugó la piel. Le regalé una carcajada estruendosa a la persona escondida detrás del espejo, bajo ropa de invierno. En ella se reflejaba la calidez de una noche invernal cuando se duerme sin frío. Entonces comprendí que te habías vuelto a quedar atrapado entre mi almohada y yo, en algún rincón onírico.

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