domingo, 22 de febrero de 2009

Indicios


Es prueba irrefutable que si los ojos de alguien me dan palabras, los míos le necesitan. Aunque se oponga a ello toda lógica inexistente, toda matemática pura, pues lo pálpitos tienen por ley no seguir las establecidas. Por eso cuando la mente empieza a errar sin remedio, a perderse en ella misma, a enredarse y bucear en cavilaciones, el cuerpo vaga con ella, convertido en un alfiler que accidentalmente pisa el suelo. Y créeme, cuando las letras me esposan, cuando las almas que las provocan lo hacen, no existe llave alguna que me devuelva la libertad a la que, desde que empecé a ser literatura encarnada, renuncié.Pero, para qué mentir, me encanta unirme a lo que me da palabra por descontrolado que sea. Y ahora mismo, la palabra está en tus ojos y en tus manos. Reside en esa parte del subconsciente donde se aletargan los deseos dormidos y las afinidades peligrosas. Los abrazos, los gestos, el contacto, la distancia, las palabras – dichas y calladas- son literatura. Todo lo es cuando así se piensa, y qué ardua y dulce tarea el vivir bajo su influencia. Los bolígrafos enloquecen, inquietos se escurren entre mis dedos; las cuartillas en blanco gritan, las sensaciones traducidas a tinta les hacen cosquillas. Lloran, ríen al mismo tiempo. Se confunden borrones con frases elaboradas, sonrisas con sal, felicidad con nostalgia... Pasión por poseer aquello que me da vida con el miedo a no ser luego, capaz de renunciar.

lunes, 16 de febrero de 2009

Velocidad


A veces vivimos tan apresuradamente que da miedo. Da miedo la asfixia de la velocidad, la rapidez del tiempo, la intensidad con la que cae cada segundo. Calma y desenfreno al mismo tiempo, euforia y adrenalina entremezcladas. Son la base de los desajustes racionales. Son lo que en un momento, nos libera de todas las opresiones, nos vacía la memoria y rescata el peso de nuestros huesos. Nos lanza mil kilómetros más alla, pero – qué extraño- seguimos pisando el mismo suelo, y luego nos devuelve a la tierra que siempre creímos tener bajo nuestros pies. Y digo creímos porque si pocas cosas hay que nos pertenezcan, el terreno que creemos nuestro puede ser no más que arena y traducirse en desarraigo. Nos maneja con hilos invisibles, nos sube y nos baja a su antojo, nos hace presas de un sinsentido necesario para vivir. Para vivir así, son la irracionalidad propia de los latigazos de felicidad que golpean la piel. Increíblemente rápido, pero despacio al mismo tiempo. Entre contradicciones, porque todo es tan simple que de sencillo que es se vuelve complicado. No puede ser de otra manera cuando entre dificultades inventadas y obstáculos mínimos buscamos razones para creernos héroes, cuando realmente lo seríamos dedicándonos exclusivamente a vivir. A vivir así, de la manera más loca y menos premeditada posible, - con un poco de lucidez, eso sí-, como dicen que han vivido los que dicen haber conocido la felicidad.

viernes, 6 de febrero de 2009

De amor y adolescencia



Ella toca tan poco el suelo que tiene intactos los zapatos. Atraviesa todas las tardes una ciudad que tirita de frío, con libros y libretas apretadas contra el pecho, espacio en el que tiembla el sonido de un sólo nombre. Se funde la tinta que lo garabatea descontroladamente por márgenes y tapas, con la intensidad con que golpea el gigante que duerme debajo de sus costillas.
Ella últimamente es la inspiración de todos aquellos de voz prodigiosa, la musa que arranca acordes de todas las guitarras. Es música. Ella escribe líneas prematuramente maduras para unos ojos que detrás de muchos kilómetros, las esperan ansiosas, como se espera la lluvia en épocas de sequía.
Ella tiembla al pensar en estaciones y dársenas, al quemar mentalmente las distancias y carreteras. Se le acelera el pulso al ver resumidas las distancias en ilusas horas de viaje, al ver al imposible olvido volverse más imposible todavía. Ella provoca terremotos cuando por sus venas corre adrenalina en vez de sangre, cuando se quiebra su voz con el acento de otra, cuando el recuerdo le eriza la piel.
Se ha convertido en un sentimiento en carne viva, sangrante y apasionado. Mide la vida por latidos, en sístoles y diástoles, gracias a aquél que las provoca. Ella ahora entiende poesía, y es poesía con cuerpo de mujer.

domingo, 1 de febrero de 2009

El final de Agosto

Las mañanas eran paseos interminables por playas infinitas con el sol desperezando aún sobre mi espalda. Eran el tacto de la arena, eclipsada por los amaneceres al lado del mar, que sin querer evocaban tu recuerdo. Mi cuerpo se bañaba en agua salada y quedaba terso, atado con cadenas de yodo. El levante curtía la piel, la rociaba de cobre. Yo era el resultado de la conjugación de viento y agua, de soledad y recuerdo.Las tardes eran libros de poetas de renombre, verso libre. Las horas se escurrían por hojas escritas a máquina. Hacían equilibrio por el borde de folios amarillos y arrugados, viejos, eternamente clásicos. Yo dejaba entonces de existir para convertirme en la figura y rima de un joven poeta chileno. Luego los limos y el viento cálido del sur, me devolvía a mi condición de mortal y de mediocre en el arte de la poesía.Las noches eran oscuridades penetrantes al lado de un gigante adormilado, de un fiero océano en calma. Esas horas eran literatura, habitaciones de hoteles caros, camas vacías. Sábanas blancas, impolutas, arrugadas a los pies del colchón junto a mi sueño desorbitado. Las noches eran ausencia. Ausencia al haberlas dejado llegar sin más intención que regalarme vigilias tediosas. Eran el vacío que dejaba la poesía cuando se escribía con nostalgia, el mismo que dejaba mi cabeza sobre la almohada al dormir sola. Nunca nadie había dormido a mi espalda, pero sí conmigo se habían acostado sentimientos encarnados, parecidos a una figura humana. Eran abstractos que me habían hecho compañía. Entonces las lunas únicamente regalaban soledad, y yo la aprovechaba escribiendo compulsivamente en cualquier sitio alejado de los pecados mundanos. Los días pasaban de puntillas y no eran otra cosa sino páginas en blanco, recuerdos intermitentes. Viento cálido del sur que soplaba fuerte y que al fin, logró destruirte.