miércoles, 5 de noviembre de 2008

Partidas y aterrizajes.



Tuviste que marchar porque la vida son idas y venidas, partidas y regresos. Haz tus maletas y congela el flujo de tu pensamiento hasta estar en tierra prometida. La razón en estos casos no ayuda a decidirte. Arranca una foto antigua de la pared y guárdala en el bolsillo. Rézale cada noche a la religión del recuerdo para no perder la fe. Y ahora vete. Sal de puntillas sin hacer ruido. Déjala a ella tendida sobre la cama, acurrucada entre las sábanas y huye como un amante suicida. Deja de contemplarla desde la puerta pues se va a despertar y entonces te harías con la última razón que necesitas para quedarte. Deja que tu último recuerdo de ella sea verla respirar entre las mantas, con la palidez de su cuerpo tendida sobre el colchón, con la magia de las últimas horas de felicidad burbujeando en su piel. Contén tanto el júbilo como el desaliento y prescinde un poco de la humanidad que te conforma, con ella al hombro no se puede partir.
Cuando aterrices allí, notarás que la sangre te hierve, la piel te arde y con la fiebre del desencanto preguntarás a gritos dónde te han soltado. No busques razones, no las obligues a existir. Tómate esa ciudad como un estacionamiento temporal, en el que tu existencia grabará sus fechas y se enriquecerá. No temas al olvido. No te aflijas ante la distancia. Los corazones que de verdad laten, lo hacen con la misma intensidad aunque se hallen en las antípodas.
Estate seguro de una cosa: a tus raíces es a una de las cosas a las que no puedes renunciar, así que no temas perderlas. Te recordarán, son parte de tí. Las recordarás, eres parte de ellas. Convéncete de que nunca te recibirán de un modo distinto al calor de una abrazo.
Llegarás muy alto, hasta alturas desde las que ni si quiera el suelo podrás observar; pero no te olvides de la vida que dejaste una mañana durmiendo sobre la almohada, pues no es historia, es la base del futuro que sin querer te saluda.

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