Es curioso. Hay momentos que uno sabe, han de pasar a la historia, han de quedar grabados en la existencia propia como vestigio imborrable. La alegría de hoy es la nostalgia de mañana. Es recuerdo. Sal en las pupilas.
Por eso entonces, a veces, el afán de recuerdo marca el ritmo. Inyecta cierta emoción inexplicable a palabras y actos, dosis de energía, de fuerza. Carga sobre los hombros la obligación irrevocable de vivir al límite. Al límites de los vértices del tiempo y espacio, planeando, haciendo equilibrio al borde del abismo, jugándose la boca, dejándose la piel. Cuando la base de todo movimiento es esa ideología, una especie de fuego trepa por la garganta, late aceleradamente el pecho y en los ojos se instala algo parecido a un brillo cegador, a vida.
El ser humano se convierte en el reflejo de una ilusión, en un sable que va golpeando y moldeando su propia vida. Brota de los poros, sale por las pupilas, crece sobre los labios y encima de las palabras eso que vulgarmente llaman felicidad. Ese sentimiento tan fiero que destroza las entrañas, que hace gritar y, a la vez, provoca el llanto. Ese sentimiento que es pecado enclaustrarlo bajo la forma de una palabra, que no se entiende hasta que se sufre su ira.