
No es insensibilidad, no es muro de piedra. Tampoco es miedo al compromiso, a pensar en plural. Tal vez sea afecto a una soledad cálida, a la costumbre de ser una unidad, aunque, durante mucho tiempo, dualista de pensamiento. El haberme hecho a la idea que soy yo única promotora y receptora de actos y consecuencias, que puedo flotar o hundirme pero sola. Para qué negarlo, quizá todo se resuma a miedo, o no miedo, tan sólo un temor tímido, a perder los papeles sin remedio, a que alguien les sople y yo no pueda encontrarlos. Arriesgarme a insomnios dulces e insoportables al mismo tiempo, a camas oxidadas de tanto pensamiento y sudor frío. Es exponer mis principios al riesgo de ser destruidos por la dinamita que vuela la razón. Me convertiría en latidos de un músculo vital sordomudo y cojo, necio y optimista. Quizá sea pavor a perder mi esencia, mis ojos de impenetrabilidad, mis labios cosidos, mi piel de metal fundido, para que todo, absolutamente todo, fuese literatura por y para la que respiraría. Pavor a sufrir daños internos o colaterales, a tener que declarar mi impotencia al no poder esquivar lo que me atravesaría, a no poder decidir qué sentir, sino sentir irremediablemente