miércoles, 17 de septiembre de 2008

Conversaciones.


Era de noche y soplaba la brisa que genera el letargo de Agosto. Estábamos sentados sobre muros de hormigón garabateado y polvoriento. Todo alrededor era cemento y maleza, naturaleza salvaje, igual que la que yacía dentro de nosotros y no se atrevía a revelarse. Yo te contaba cómo a duras penas había logrado sobrevivir por ciudades lejanas y desconocidas. Anécdotas de mis viajes infinitos, historias de aeropuertos abarrotados. Hablaba rápido y a veces tanta velocidad entrecortaba mi voz, pero mis palabras seguían pronunciándose solas. Necesitaban llegar a ti, necesitaban vivir. Tú me escuchabas, con la mirada perdida en otra dimensión. No parpadeabas. Tus pupilas temían perderse alguna de mis palabras. Cuando mi voz callaba rescatabas interrogantes de tu curiosidad y entre bocanadas de humo los formulabas. Yo respondía a ellos tratando de ponerle diques a mi verborrea imparable, pero las ideas se amontonaban sin control ni piedad, en el cielo de mi boca.

Notaba cómo con el peso de la oscuridad iba perdiendo el sentido, la precisión, cómo empezaba a dispersarme. Podía entonces haberte hablado del peso de las obsesiones, de la metástasis que fatalmente desarrolla su cáncer, pero supuse que tú también sabrías de ello, pues debajo que la piedra de tu piel había mares en calma. Lo supe porque estando allí sentados inspirabas confianza, sensibilidad joven. Incluso tus ojos irradiaban una parte de la madurez que yo daba por extinta.

Hubiese sido capaz de abandonarme a ti, de romper con las cadenas de espacio y tiempo que coartan mi libertad. Pero el reloj me impidió caer en tentaciones de las que sabía, nunca podría salir. Recogí mi bolso y parte de la vida que había dejado esparcida por el cemento y me alejé. Sin que me vieras me giré para contemplarte. Seguías sosteniendo el cigarrillo entre tus dedos, drogado con el veneno dulce y adictivo de las palabras.

No hay comentarios: